Por Francisco Ivorra, Director People Excellence

B06Llevamos años contemplando e impulsando líneas de trabajo en el campo de la centralización. La necesidad de supervisión, la mal entendida homogenización de procesos y, cómo no, la tan nombrada racionalización de costes, son algunas de las actuaciones en las que se manifiesta esta tendencia.

Conviven sin grandes ventajas entre sí organizaciones centralizadas eficientes con modelos organizativos descentralizados eficaces. Me atrevería a decir que la eficiencia y el modelo organizativo no son, en sí, conceptos correlacionados necesariamente.

Un modelo organizativo eficiente es aquel que logra un resultado esperado al menor coste, como premisa, a la que se asocia la rapidez de actuación y respuesta, pero también la calidad de la misma o satisfacción del cliente inmediato.

Es decir, optemos por uno u otro, o incluso uno distinto, éste debe asegurar su eficiencia competitiva, es decir, su capacidad de ofrecer el servicio en las mejores condiciones de mercado. Desde esta hipótesis o planteamiento de partida, cada organización debiera identificar y evaluar sus variables de competitividad internas y externas.

Las empresas deben ser organizativamente competitivas y, por tanto, dar respuesta a las necesidades internas generando valor o, al menos, con un diferencial neutro respecto a lo que, desde fuera, tienen a su alcance.

Si a cualquier directivo se le pregunta por este tema, ninguno concluiría en desear servicios internos ineficientes, sin embargo la realidad demuestra que conviven con ellos y los mantienen.

No es el objetivo generar un deseo de externalización de servicios, sino de evaluarlos bajo el prisma de su rentabilidad organizativa competitiva. La agilidad, calidad y eficiencia que aquí logremos, está directamente asociada con la facilidad y calidad de respuesta de nuestras unidades de negocio y, por tanto, de nuestra organización en su conjunto.

El mensaje positivo es que las organizaciones si tienen las capacidades para revisar (bajo criterios de eficiencia competitiva) sus recursos internos y, en su defecto, establecer acciones concretas para minimizar el doble impacto negativo de dicha valoración: sobrecoste y pérdida de oportunidad en tiempo y forma. Cosa distinta es si lo hacen.

Este planteamiento, por otro lado lógico, nos sitúa en el debate sobre si, asumiendo los límites provenientes de nuestra legislación laboral, las empresas están suficientemente enfocadas a la búsqueda de la flexibilidad que aporta la eficiencia competitiva. Asumiendo los errores de las generalidades, creo que aún queda mucho recorrido en la empresa española. Por supuesto que tenemos buenas prácticas, pero la tendencia natural de toda organización y de las personas es hacia una movilidad controlada, lo que podría llevar a pensar que su adaptación es más por los impulsos provenientes del exterior que por las propias demandas de transformación interna.

Tenemos que ponernos un reto (ahora que tanto nos gusta eso): valoraremos objetivamente el impacto por funciones, áreas, direcciones o procesos con la misma celeridad y claridad con la que revisamos los precios de nuestros productos cuando el coste de la materia prima sube o de nuestros servicios cuando alguno de sus elementos de cálculo experimenta variación. Somos, por regla general, mucho más decididos a incrementar esos precios que a reducir los costes de gestión interna. Y, sin embargo, abusamos de la frase cuidar, satisfacer, entender, comprender… al cliente.
Un empresario de éxito ya afirmó hace tiempo que “las empresas no pueden darse el lujo de cometer excesos que finalmente van a redundar en el precio en perjuicio de los consumidores”. En este mismo sentido concluyo que la búsqueda de la eficiencia es una aspiración de todos y en ella se basa esta reflexión.

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